Esta vez no voy a compartir con vosotros ningún dibujo, ni tampoco un
cuadro. Hace unos meses participé en un concurso de relatos cortos de
mi localidad y esta semana pasada salió la resolución, ganó otra
persona. Y como tal vez este relato pase lo más desapercibido posible y
caiga en el agujero del olvido, quiero compartirlo con vosotros. Como os
digo siempre en mis post, espero que os guste, que comentéis y lo
compartáis. De antemano, ¡gracias por leerlo! Nos vemos en el próximo
post ;)
DESIERTO
Sus pies ya no dieron un paso más. Cayó de bruces sin apenas fuerzas
para evitar el impacto. Sus ojos se cerraban solos, y su cuerpo no
respondía ya a las órdenes de su cerebro. Estaba agotado. Rendido.
Sediento. ¿Sediento? Eso le recordó que no caminaba en vano por un
desierto de arena. Le recordó también que no estaba solo y que debía
luchar. A este redescubrimiento de la realidad se unió la renovada
voluntad por seguir vivo. Empezó por abrir los ojos. La luz del sol era
blanca todavía, señal de que faltaban unas cuantas horas antes del
anochecer. Eso le animó aún más. Sus dedos se cerraron en un puño lleno
de arena cálida y salada. Los brazos, débiles, comenzaron a temblar con
el esfuerzo. Sintió una sombra asomarse sobre su nuca y una mano fría de
dedos pequeños en el hombro quemado.
'Vamos, papá' dijo la voz dueña de aquella sombra y de aquella mano, 'No puedes rendirte ahora. ¡Ya falta poco!'. Carraspeó, pero su garganta no era más que un manojo de alambre. La voz le tendió una bota de cuero con agua fresca. Bebió un trago generoso al principio, pero frenó inmediatamente el frenesí para guardar algo del preciado líquido. Todavía apoyado sobre sus manos, adelantó el pie derecho hasta su mano diestra e intentó ponerse en pie. No lo consiguió a la primera, tampoco a la tercera, ni a la quinta. A la sexta vez guardó su orgullo y pidió ayuda con un leve gesto de la mano. La voz le prestó su hombro y se apoyó en él. 'Sólo un poco más, de verdad'. Y ya estaba de nuevo en pie. Miró todo cuanto le rodeaba y gimió, abatido. '¿Todavía estamos en este condenado desierto?' bramó mientras soltaba el hombro de su hijo.
- Papá, me has dado un susto de muerte. ¡No vuelvas a caerte así!
- No lo hago porque me guste, hijo. Ya no me quedan fuerzas para seguir adelante. No sé dónde estamos, y si la memoria no me falla, llevamos cuatro días perdidos. Esto no tiene fin...
- No te preocupes, es sólo otra aventura más. Y esta vez te acompaño yo.
- Hubiera preferido lo contrario...
- Venga, papá, continúa. No te detengas. Sigue andando, por favor. Y en cuanto a encontrar un poblado o ciudad, yo tengo la corazonada de que falta menos.
- Lo que tienes es una insolación de tres pares de narices.
- No lo hago porque me guste, hijo. Ya no me quedan fuerzas para seguir adelante. No sé dónde estamos, y si la memoria no me falla, llevamos cuatro días perdidos. Esto no tiene fin...
- No te preocupes, es sólo otra aventura más. Y esta vez te acompaño yo.
- Hubiera preferido lo contrario...
- Venga, papá, continúa. No te detengas. Sigue andando, por favor. Y en cuanto a encontrar un poblado o ciudad, yo tengo la corazonada de que falta menos.
- Lo que tienes es una insolación de tres pares de narices.
Miró a su hijo. No era más que una criatura de doce años. Su pálida
piel estaba ahora sonrojada y reseca por culpa del ambiente y del sol.
Sus cabellos no estaban en mejor estado, por no mencionar los labios
cuarteados y pelados. Los ojos del chiquillo reflejaron su imagen, un
tanto diluida, pero su imagen al fin y al cabo. La creciente barba que
no se había afeitado antes de salir estaba salpicada de arena y canas.
Sus labios estaban peor que los de su hijo, y el pañuelo azul que se
había anudado a la cabeza estaba perdiendo color.
- Tienes una pinta horrible.
- Lo sé, hijo. Lo sé. De todas maneras no nos queda alternativa; seguiremos caminando. De nada sirve quedarse aquí mientras pasan las horas. No hay buitres ni hienas que devoren nuestros cadáveres. Seremos pasto del sol, del viento y de la maldita arena si nos quedamos quietos.
- ¡Eso es, papá! ¡No nos rindamos!
- ¿Qué nos queda en esa mochila?
- Unas cuantas latas de sardinas, unas galletas y unas tijeras.
- Espero que con eso nos sea suficiente.
- Lo sé, hijo. Lo sé. De todas maneras no nos queda alternativa; seguiremos caminando. De nada sirve quedarse aquí mientras pasan las horas. No hay buitres ni hienas que devoren nuestros cadáveres. Seremos pasto del sol, del viento y de la maldita arena si nos quedamos quietos.
- ¡Eso es, papá! ¡No nos rindamos!
- ¿Qué nos queda en esa mochila?
- Unas cuantas latas de sardinas, unas galletas y unas tijeras.
- Espero que con eso nos sea suficiente.
Y dejó de malgastar saliva. Caminaron hacia el este, en línea recta
evitando las pendientes de las imponentes dunas. Era una tarea tediosa,
fastidiosa y penosa. Las botas estaban en un estado lamentable, pero les
ayudaban a soportar la elevada temperatura de la arena.
Esto le recordó su juventud, cuando seguía los pasos de sus padres.
Primero la India, después Tailandia y China. Regresaron a Europa y
conoció a su mujer, fallecida durante el parto de su pequeño... Perdió a
su esposa y al gemelo de su hijo. Pero no era el momento de pensar
en eso ahora. Debía concentrar sus fuerzas y energía en sus pies.
Primero el izquierdo, luego el derecho... Un poco de equilibrio... Otra
vez el izquierdo.
El sol se movía lentamente en el cielo pálido. Sólo se escuchaba sus
respiraciones. De vez en cuando se giraba para comprobar que el pequeño
le seguía el paso, y se alegraba al comprobar que este lo llevaba mejor
que él. Lorenzo seguía su rastro, y hacía con su fuerza una sombra
diminuta bajo sus cuerpos entumecidos.
- ¡Un poco de tregua, hombre! ¡Una nube! ¡Una tormenta de arena, malnacido!
- Papá, ¿a quién le gritas?
- A ese impresentable de ahí. No deja de tostarnos y nos mira con regocijo. Y se saldrá de rositas.
- Te refieres al astro rey, ¿verdad?
- Astro rey... ¿Astro rey? ¡Astro rey mis huevos!
- Papá, calma. Además, parece que ya empieza el atardecer.
- Sí, tienes razón. Perdona.
- Papá, ¿a quién le gritas?
- A ese impresentable de ahí. No deja de tostarnos y nos mira con regocijo. Y se saldrá de rositas.
- Te refieres al astro rey, ¿verdad?
- Astro rey... ¿Astro rey? ¡Astro rey mis huevos!
- Papá, calma. Además, parece que ya empieza el atardecer.
- Sí, tienes razón. Perdona.
El niño tomó la delantera sin decir una palabra. Y como bien había
visto, el sol se retiraba por el oeste. El espectáculo era hermoso, y a
pesar de estar perdidos en mitad de la nada se detuvieron a contemplar
el anochecer. Los tonos rojizos hacían fundirse en una sola masa el
cielo y la tierra, creando un espacio etéreo, vacío. Quedaron
hipnotizados ante el embrujo del sol, pero enseguida despertaron.
- ¿Has oído eso?
- Sí, papá. Parecía un perro.
- Sí, papá. Parecía un perro.
No lo parecía. Lo era. Los ecos de aquellos lejanos ladridos los
guiaron en la incipiente noche. Entusiasmados, temieron un nuevo
espejismo. Afortunadamente no lo era. Vieron unos todoterrenos circular
por una polvorienta carretera y un pastor con sus cabras y su perro.
'¡Salvados!', gritó el hombre liberando su desesperación. Buscó el
abrazo de su hijo, pero no halló más que arena. Echó otra mirada, esta
vez hacia la carretera. Todo se había esfumado, desvanecido. Evaporado.
De la impresión, se desmayó precipitándose sobre la difusa arena.
- 189. Despierte, 189. Por favor, despierte.
- Qué... ¿Qué ha pasado?
- Ha vuelto a perderse en el Parque. Afortunadamente el doctor le ha encontrado antes de que se tirase a un coche. Caminó hacia la carretera saltando las medidas de seguridad. Lo halló en estado de shock con unas tijeras en la mano. ¿Cómo se encuentra?
- Qué... ¿Qué ha pasado?
- Ha vuelto a perderse en el Parque. Afortunadamente el doctor le ha encontrado antes de que se tirase a un coche. Caminó hacia la carretera saltando las medidas de seguridad. Lo halló en estado de shock con unas tijeras en la mano. ¿Cómo se encuentra?
Miró a la enfermera. Se frotó los ojos con fuerza y ahí seguía,
impasible. Su melena morena recogida en una coleta. Ahora la recordaba,
sí, había visto su rostro antes.
- ¿Dónde está mi hijo?
- ¿Hijo? Usted no tiene hijos, señor.
- ¡Arpía! ¡Suéltame! ¿Qué clase de broma pesada es esta? Me he pasado cuatro días en el desierto con mi único hijo, ¿y así es cómo nos ayudan?
- 189, no me obligue a sedarlo otra vez. Escuche, perdió a su mujer y a su hijo en el parto.
- Eso ya lo sé, ¡zorra!
- Y en cuanto al otro, este murió el año pasado en un accidente de avioneta que usted pilotaba. ¿Lo recuerda? ¿Lo recuerda?
- ¿Hijo? Usted no tiene hijos, señor.
- ¡Arpía! ¡Suéltame! ¿Qué clase de broma pesada es esta? Me he pasado cuatro días en el desierto con mi único hijo, ¿y así es cómo nos ayudan?
- 189, no me obligue a sedarlo otra vez. Escuche, perdió a su mujer y a su hijo en el parto.
- Eso ya lo sé, ¡zorra!
- Y en cuanto al otro, este murió el año pasado en un accidente de avioneta que usted pilotaba. ¿Lo recuerda? ¿Lo recuerda?
Súbitamente todos sus recuerdos se agolparon en su mente. La
enfermera tenía razón. Lo que había vivido era un recuerdo, una fantasía
para olvidar la realidad. ¿Qué iba a ser de él sin su hijo? ¿Qué
esperanzas le podían quedar para seguir en este mundo? El revivir ese
recuerdo había sido una forma de ocultarse a sí mismo que quería
arrebatarse la vida. Para un luchador como él eso era inconcebible,
inaceptable. Pero algo estaba claro: el destino le quería vivo y esa
enfermera era su salvación. Debía resurgir de aquel desierto.
¡Está muy bien! Es una pena que no ganaras. Pero no dejes de escribir, que llevas el talento en la sangre.
ResponderEliminarJo! Muchas gracias por tu comentario!! Pero no me veo de escritora, el mundo de las artes es muy competitivo y complicado. Pero bueno, escribir para una misma y los que me rodean no lo descarto ;)
EliminarMe gusta mucho, e intentalo otra vez el año que viene....ánimo !!!!
ResponderEliminarMuchas gracias! Y no descarto participar la próxima vez :)
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